miércoles, 29 de febrero de 2012

Las dos cartas

Nota: Este relato fue premiado con el tercer puesto en el concurso literario del IES Universidad Laboral.
Le tengo un cariño especial porque se presentó ante mí de principio a fin, como hijo de varias ideas que me rondaban desde hacía tiempo.

Dedicado a toda la gente que quiero y especialmente a  Nekro-chan, culpable de algunas de las paranoias.


Introducción
Hace unos meses, ayudé a limpiar una casa que compró un familia, la cual llevaba casi dos siglos sin ser habitada. Allí encontré dos cartas de despedida que me inspiraron para escribir esta historia.

Las campanas de la iglesia tocaban a muerto. El difunto era un burgués que dejaría a su linda y juvenil esposa una fortuna notable. Todos se imaginaba que es matrimonio era por conveniencia y muchos conocidos y parientes solteros, cual aves rapaces, habían puesto su vista en la cándida paloma. Aquellos la veían como a una presa fácil por superar sólo por dos años la mayoría de edad, pues la consideraban una joven cualquier otra, sin peculiaridad alguna, que, con la disculpa del consuelo, varios halagos y algún obsequio, en seguida estaría entre las garras del más hábil.
A pesar de la falta de amor en el matrimonio, quizás por el buen trato del difunto, el funeral fue de belleza extraordinaria y era notoria la pronta preparación, lo cual fue posible gracias a que la enfermedad que consumió al burgués era letal y alarmó con tiempo de la cercanía de la muerte. La joven dama contrató el servicio de un grotesco artista, el sepulturero más célebre de la ciudad, el cual observaba la obra desde la entrada del templo, mientras esperaba, con una impropia sonrisa, a que la ceremonia llegase a su fin para acabar su trabajo con la ardua tarea del entierro. La viuda custodiaba el cuerpo, recitando una oración con dulce voz, la cual acabó regalándole una mirada oculta por un velo negro a aquel que había conseguido hacerle adorar los versos de su recital, dándoles el sentido que sólo podía otorgarles aquel que se encontraba en la barrera entre la vida y la muerte gracias a su trabajo.
Toda ceremonia había acabado ya, el sepulturero depositó con la pala el último montón de tierra, la viuda colocó un ramo de flores frente a la lápida que, junto con el pañuelo que tendió al artista para limpiarse el sudor, se tiñeron con los tonos naranjas del atardecer. Los dos, solos, se quedaron mirando a la tumba para luego dirigir los ojos el uno al otro, tras dejar que el silencio del descanso eterno les acariciase como si fuera su amante, ella se le acercó y se agarró de su brazo, siendo luego abrazada por él.
—Hizo mucho por mí. —decía refiriéndose al que estaba varios metros por debajo— Incluso fue el que me llevó a conocerte.

Una mujer en la flor de la vida ocultaba su deseable cuerpo bajo el millar de telas de un vestido antiguo de sirvienta. Llevaba en un cesto un montón de prendas blancas y negras de hombre, y en la cara unas pinceladas de asco sobre un fondo de mal humor. Al llegar al aposento de su señora, con voz de ultimatum que con otra ama llevaría al despido, se quejó de que ni con los más caros perfumes podría quitar el hedor a muerto a esas prendas, que por mucho que la ayudase él a sobrellevar la agonía y muerte de su marido, sólo a un prometido se le cuidaba tanto la ropa y, si se enterase, su pretendiente enfurecería de celos. La dama respondió fulminándola con la mirada de una forma tan intensa que se le cayó el cesto. Apartó sus ojos de ella, pero no el malestar de un enfado en estado fetal.
—Mi único pretendiente y amado es aquel de cuyo olor te quejas...—dio la última puntada a un sencillo pero bello vestido de color blanco roto— Y no ese con el que intentas enfriar tus calenturientas entrañas a cambio de darme una conversación agradable.
Quedó sin habla la reprendida mientras su ama guardaba ropa en una maleta, escribía una carta y garabateaba en un cheque. Dejando el escrito sobre la cama, se fue de la habitación. La sirvienta la oía irse y, cuando se percató de que salía de la casa, tomó el papel y devoró su contenido: se iba de casa, para siempre, dando gran parte de su herencia a un orfanato y la casa a su servicio. La que leía sabía también que se iría a vivir con el sepulturero y vio que aquel año que sufrió viendo a su amado luchando por conquistar a la excéntrica dama, que todos esos esfuerzos no habían tenido utilidad alguna.
Rompió a llorar, pero no se quedó quieta, cuando bajaba las escaleras pudo oír el relinchar de un caballo y el sonido del carro del que tiraba. Adquirió también una montura y la obligó a llegar veloz a casa de su amante para informarle de todo.

La mano ya reposaba sobre la empuñadura, el enfado se traducía en mil surcos recorriendo su cara. Dio una patada a la puerta con tanta rabia que la tumbó, tomando por sorpresa a su enemigo, el enterrador. Le acusaba de un crimen que no lo era, como si hubiera cometido un centenar de atrocidades. El sepulturero tuvo que tomar su pala para protegerse del filo de la espada del que creía pretender a la dama. Ignorando un relincho, riendo, el ambicioso soltero se aprovechó de la lenta defensa de su rival y hundió el arma en su vientre.
El herido hizo un gesto extraño, miró hacia la puerta, sonriendo con una dulzura impropia en apariencia, soltó su defensa. No le dio apenas tiempo al agresor a mirar a la puerta, pues la dama descargó sobre su cabeza la pala, soltándola después, cayendo a la vez todos al suelo. La joven palpó la herida de su amado hasta que este la llamó a su lado, diciéndole que era mortal. Los amantes hablaron por última vez de la vida y la muerte, contando ella lo que tenía planeado, secando la lágrima que causó a su amado, asegurándole de que era su deseo. Él cerró sus ojos, como si durmiera, y ella comenzó a ir de un lado a otro para preparar el funeral, sin olvidar dejar una nota explicando lo ocurrido.

Mientras animaba al caballo a darse prisa, la dama recordaba el mecanismo que ayudaba al difunto a convertir la tierra en el lecho de sus clientes, aplicando una fuerza hacia abajo al ataúd, este bajaba mientras la tierra iba cayendo encima, luego él embellecía el terreno con la pala. La joven llevaba el vestido blanco roto que ella misma había hecho.

Las palas removían la tierra, varios policías comentaban el caso, leyendo y releyendo las cartas, y repitiendo que, si no se daban prisa, la tragedia sería inmensa. Ya lloraba una mujer que un hombre fuese a quedar inútil por un traumatismo en la cabeza, no necesitaban más pérdidas. Sin duda, era una locura propia de un relato gótico, un caso quijotesco de una mujer que debía leer demasiada novela romántica. Uno de los cavadores llamó, ya notaba la madera del ataúd. Pronto habían dejado libre de tierra la tapa y la abrieron.
La dama estaba abrazada al sepulturero, su vestido estaba manchado de la sangre de la herida del asesinado, haciéndolo parecer una rosa híbrida, y en su cara se dibujaba una sonrisa plácida, como la de quien tiene un sueño dulce. Uno de los policías la tocó para despertarla. Demasiado tarde, ya había muerto.

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